El estreno tras las cámaras de Robert Redford no podía ser más certero de cara a la galería. Un proyecto melodramático con todos los ingredientes necesarios como para convencer y agradar a los conservadores académicos americanos, que la alabaron hasta el punto de otorgarle 4 estatuillas importantes (estuvo nominada a 6) incluyendo las de mejor película y mejor director, en el ya lejano 1980.
La ecuación del film ofrece unos indiscutibles pilares de solidez debido en parte a la experiencia de Redford como intérprete, y se apoya en un enfoque de interés cultural en alza en aquellos días, como era la figura de un psicoanalista como solución a los problemas de las familias medias americanas.
Un desgraciado accidente se cobra la vida del hijo mayor de los Jarrett y desemboca en un intento de suicidio de su hermano menor, Conrad, que acaba de salir del hospital.
Los motivos de Conrad para recibir terapia psiquiátrica son más complejos de lo esperado. Se culpa de la muerte de su hermano y la relación inestable con su injusta madre (ella sentía predilección por su hijo fallecido y repudia a Conrad) no ayuda en su rehabilitación. Además, su padre (Donald Sutherland) parece no saber hacia qué lado decantarse ni a quién debería ayudar más.
La ayuda del Dr. Tyrone Berger es esencial para tratar de aclarar la existencia a Conrad, que tampoco es capaz de mantener una relación con la chica que le gusta ni tan siquiera con sus amigos (si se pueden llamar así a esa panda). La pluralidad emocional del esquema sustenta diferentes historias y se asegura una complicidad con el público adulto, que encontrará puntos de empatía con algunos de los diversos problemas que se nos presentan y sabrá saborearlos en su justa medida.
Por un lado, el joven que intenta suicidarse por no saber salir de un problema (en este caso, la muerte de su hermano), desencadenará una interesante relación con su psiquiatra, con sus padres e incluso con la chica que le gusta, creando inagotables fuentes dramáticas en donde apoyarse.
La misma tragedia hará tambalear los cimientos de un matrimonio que se las prometía felices y que descubrirán que ni el dinero ni las vacaciones jugando al golf serán suficientes para superar su dolor, sacando a flote los sentimientos más oscuros y secretos de ambos.
El retrato psicológico del joven Conrad es, de largo, el aspecto más relevante del film, que consigue dibujar magníficamente un personaje de interesante complejidad intelectual, solventado dignamente además por un novato Timothy Hutton. Su papel de Conrad le valió a Hutton el Oscar a mejor actor secundario (aunque no tiene nada de secundario), en lo que fue un puro espejismo visto su trayectoria posterior.
Debido a la riqueza de matices que ofrece la película, el psiquiatra obtuvo su reconocimiento académico con una nominación (pienso que no lo merecía) así como Mary Tyler Moore (la señora Jarrett), que también fue nominada en su categoría como mejor actriz (para un servidor, la mejor de todos).
Esta cinta con envoltorio fabricado para el paladar de los académicos desvela algunos paralelismos curiosos con la posterior (y en mi opinión, más acertada) "El Indomable Will Hunting, 1997". Se produce en aquella una relación similar entre paciente y doctor, con un esquema menos dramático pero de parecida fuerza emotiva, incluso con frases copiadas (¡no fue culpa tuya!) o abrazos lacrimógenos de parecidos sospechosos.
Su dilatado metraje (más de dos horas de drama son excesivos) y sus, a veces, estériles subtramas (la cita de nuestro suicida protagonista con la chica de marras o sus peleas de taquilla en el instituto) no ayudan a la deglución de una historia que agota nuestra capacidad de angustia y evita que valoremos como se merece, ese final de la historia tan poco habitual en el cine de Hollywood.
Sin duda, es un film sólido, funcional y logrado, pero carente de esa magia que de vez en cuando impregna a las obras maestras. Buen inicio para Redford pues, pero demasiado prudente y diplomático, diríase incluso, de realización sesgada, de no ser por su desenlace final.
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