Aquellos dos universitarios judíos que secuestraron y asesinaron a un chico de 14 años única y exclusivamente para demostrar ser capaces de cometer el crimen perfecto, pasaron por la cámara del maestro Hitchcock en su peculiar versión de los hechos con su notable película, La Soga de 1948.
Muy acertadamente, el británico supo plasmar cinematográficamente la función teatral que durante años realizara Patrick Hamilton con su obra Rope (Soga) en 1929, dando sutiles pinceladas acerca de la homosexualidad del dúo protagonista y apoyándose en los diálogos más que en cualquier otro aspecto del film.
Una década después, en 1959, Richard Fleischer se basó en la novela "Compulsion", de Meyer Levin, para dar forma a un largometraje más sólido que el rodado años atrás, con un Orson Welles en el papel de abogado defensor y un guión más elaborado que ofrecía una mayor profundidad en cada uno de los aspectos del macabro suceso.
La tercera adaptación del caso y obviamente la más reciente, se tituló Swoon (1992), un título de factura televisiva que, en comparativa, convierte a las dos anteriores en absolutas obras maestras (aunque todo sea dicho, siguen siendo las obras de 2 maestros).
Me detendré en la segunda realización en esta ocasión, la que en mi opinión es la mejor de las 3 y también la que lograra plasmar con mayor eficacia las vicisitudes de estos dos inteligentes asesinos.
En la citada versión de Fleischer, dos brillantes estudiantes de derecho cometen el crimen pensando que nada ni nadie los podrá acusar de ello, evidenciando una clara superioridad intelectual que consideran "por encima" de la vigente legislación penal.
La investigación policial saca a la luz una prueba incriminatoria y se les acaba acusando de varios delitos, entre ellos, de homicidio premeditado. Tan sólo el abogado Jonathan Wilk (un inconmensurable Orson Welles) sabrá lidiar con la justicia para alcanzar un veredicto justo, aunque para ello necesite desnudarse por dentro y entregarse a fondo en el que tal vez fuere su caso más complicado.Lo más destacable de la película en sus primeros minutos viene a ser indudablemente su lograda ambientación del Chicago de los años 20, con una fotografía en consecuencia a la época y una iluminación muy verosímil (conservando un aire añejo incluso habiéndose rodado casi en 1960). La ausencia total de imágenes escabrosas aún narrando hechos muy desagradables (la muerte de un crío y su cadáver descompuesto en una alcantarilla), o la ejemplar objetividad con la que se contemplan temas religiosos, éticos y/o algunos aspectos legales es de auténtico lujo, denotando una sobriedad argumental y un rigor de guión sobradamente inteligente. En esta ocasión, y en comparación con la versión de Hitchcock, el asunto de la homosexualidad es aquí mucho más evidente, subrayando una estrechísima relación entre la pareja protagonista que, en mi opinión, enriquece el conjunto y racionaliza su acorde sentimiento criminal.
Los verdaderos asesinos |
Es ahí, en sus momentos finales, donde sale a flote toda la artillería y podemos disfrutar de un drama judicial memorable, de compleja construcción y asombrosa narrativa.
Bien interpretada, perfectamente orquestrada y con bastante más rigor histórico que ninguna otra (detalles reales como el interés por la ornitología, la capacidad políglota de uno de ellos o la sentencia final) hacen de esta versión la más redonda e interesante de las 3, superando bajo mi prisma, a la rodada por Hitchcock.
Así pues, aquí está la posibilidad de revivir la truculenta historia de Nathan Leopold y Richard Loeb a través de una lente cinematográfica, de manos de un realizador solvente y con un reparto estupendo.
Altamente recomendable entonces para cinéfilos, cinéfagos y espectadores más ocasionales, sorprendiendo y satisfaciendo a todos los públicos, por exigentes que estos sean.
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