lunes, 21 de mayo de 2012

LA AMERICANIZACIÓN DE EMILY (1964)

En primer lugar, y antes de deshacerme en elogios hacia este film tan estimable (y desconocido), me gustaría aclarar el origen de su título, pues no tiene desperdicio alguno. Se entiende (según la novela homónima de William Bradford Huie en la que se basa la película), que en épocas de guerra, una mujer europea acepta "americanizarse" en el momento que intercambia favores sexuales a los altos mandos del ejército yanki para obtener diferentes comodidades como pueden ser ropas, alimentos o viajes (en ningún momento dinero), por lo que no sería estrictamente el ejercicio de la prostitución, sino un jocoso intercambio de favores de mutuo acuerdo.
Así se las gasta el director canadiense Arthur Hiller (no hay ironía alguna con Hitler que yo sepa) para explicarnos su peculiar versión del conflicto bélico, concretamente de la Segunda Guerra Mundial.
El oficial de la Marina Charles Madison (un genial James Garner) desempeña las funciones de "ladrón de perros" a su almirante en jefe, o lo que es lo mismo, le procura todas sus necesidades y peticiones como el mejor sirviente posible (incluido el hacerle masajes personalmente, servirle las copas, conseguirle alcohol y como no, ofrecerle mujeres).
En su estancia en Inglaterra, Charles se quedará prendado de una viuda llamada Emily (Julie Andrews en su única aparición en pantalla en blanco y negro ), quién confiesa haber perdido en la guerra a su marido, a su hermano y a su padre. Emily se verá fascinada y disgustada a partes iguales por el carácter del americano, quién menosprecia la valentía y defiende su cobardía a ultranza, esgrimiendo que así no habría guerra alguna ni falsos héroes caídos en combate. La incipiente inestabilidad mental de su Almirante en Jefe (un Melvyn Douglas muy adecuado y locuaz) provocará que sus peticiones y órdenes sean cada vez más extrañas, enviando a nuestro miedoso protagonista a filmar una película documental nada más y nada menos que a la playa de Omaha, en pleno desembarco de Normandía, con objeto de registrar quién es el primer caído en lo que puede ser la hazaña naval más importante de todos los tiempos.
Comenzará así una historia de amor muy poco convencional entre una británica y un americano (las discusiones entre ellos son antológicas) que tratarán de salvar sus diferencias éticas mientras ahí fuera se libra la mayor de las Guerras, dando lugar a situaciones de auténtico delirio y repletas de sátira política y social.


La película, estrenada en medio mundo en 1964, no pasó la despreciable censura española (para mí, lo más execrable del mundo del cine) y no llegó a estrenarse hasta pasados 20 años, allá por 1984.
Lo cierto es que esta sutil comedia antibelicista merece toda mi admiración y respeto, pues se ha convertido con honores, en una de mis favoritas sátiras al más puro estilo Lubitsch o Wilder.
Sus dos espléndidas horas de excelentes diálogos y lujosas interpretaciones la convierten en una obra maestra a redescubrir, y no solo por ofrecer un guión tremendamente inteligente y un desarrollo de lo más delirante, sino por su retórica elocuencia en contra de la Guerra y su admirable destreza para plasmarlo con una elegancia sin igual. Su peculiar manera de explicar la historia es un punto fuerte a destacar, ya que es capaz de hablar de la colonización americana con un humor negro muy certero (los yankis repartiendo chocolate como si los demás fueran inferiores), o de las formas de prostitución encubierta (memorables las escenas sexuales del comandante Bus, interpretado por un James Coburn espléndido). De obligada mención también son las secuencias en el aeropuerto (nada que envidiar a Casablanca) o la lúcida reflexión antibelicista de Charles en el jardín de la madre de Emily, enmudeciendo tanto a la señora como al respetable.
Capaz de mostrar en pantalla como un soldado vomita sin parar mientras escucha el sermón militar (buenísimo) o de explicar la pasada promiscuidad de Emily como un "exceso de ternura", el film de Hiller (aún con vida a día de hoy, con 88 años) es un prodigio cinematográfico injustamente menospreciado, con una calidad técnica sólida (fue nominada ese mismo año en los apartados de mejor fotografía y mejor dirección artística) y un acabado global de sobrada elegancia, sin pedanterías ni finales felices.


Despertando mi ojo más crítico, quizás se le pueda achacar que hinca mucho el diente pero no envenena, que sugiere mucho sexualmente pero nada enseña (también se le puede considerar un acierto a este punto, según se vea) o que en determinados momentos parece no saber hacia dónde va, como si el montaje no fuera del todo exacto.
Recomendable 100%  y endiabladamente divertida, este películón no desmerece en absoluto al lado de grandes joyas como Ser o no ser (Lubitsch,1942) o Uno, dos, tres (Wilder,1961), todos prodigiosos alegatos en contra de lo absurdas que son las Guerras.

1 comentario:

  1. Eso , eso, y que dios se ocupe de la verdad,
    buenísima película .
    Un saludo,
    Jordi

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