Debo reconocer que no soy demasiado entusiasta con el cine que ha planteado hasta ahora Trier, ya sea porque me agotan sus reflexiones pedigrí, siempre surfeando con arrogancia entre referentes culturales y buscando la impertinencia creativa, o por esa manera de concebir el séptimo arte, queriendo romper con los fundamentos clásicos, tratando sin descanso de convertir su lente en una mirada irritante, tan personal y solemne que el público dificilmente logra conectar para poder disfrutarlo. Insisto, quizás sea yo el tipo de espectador incapaz de apreciar su genialidad, aunque también creo que pertenece a un tipo de cineasta siempre necesario, por esa inquietud de quebrantar opiniones, sacudir al gremio crítico y representar un grado de insolencia que a veces hace crecer este arte, pero que personalmente no había sabido disfrutar... Hasta hoy.
El cineasta escandinavo nos lleva de la mano de Jack (excelente y omnipresente Matt Dillon), un asesino en serie con estudios en ingeniería y afectado de TOC (trastorno obsesivo compulsivo), en un viaje de 12 años donde repasa sus diferentes homicidios, siempre desde su perspectiva altisonante, pues para él son un conjunto de obras de arte creativas que, a diferencia de los demás, sí es capaz de apreciar como tales. Lógicamente, la inevitable aunque lenta intervención de las autoridades obligará a Jack a ir cada vez arriesgando más, tratando de lograr su obra maestra absoluta.
Jack en su siniestra cámara frigorífica |
El estudio psicológico tan detallado, inteligente y efectivo del psicópata (sus pulsiones, pensamientos íntimos, visiones..) obliga a empatizar con él, por lo que enfocaremos por fuerza el escabroso asunto y sus hemoglobínicas consecuencias con un negrísimo sentido del humor, para mí lo mejor del proyecto, y que compensa algunos de los violentísimos y horripilantes asesinatos, equilibrando la balanza de nuestra percepción.
También merece mención especial la media docena de analogías estupendamente hilvanadas (la historia animada de las farolas y las sombras o la medular de la casa, por ejemplo), que sin duda enriquecen y construyen una de las mejores películas sobre mentes desquiciadas que yo recuerdo, sin que el eje central, por lo general desde el punto de vista del policía o investigador, lo dibuje como un simple monstruo descerebrado.
No podemos hablar de obra maestra, pero sí de una de las películas más acertadas del cineasta nórdico, que aquí demuestra experiencia, sabiduría y una alta capacidad de adaptación al medio, pues parece haber encontrado esa fina línea donde lo autoral y lo comercial convergen y se enriquecen mutuamente, como en su día Hitchcock nos mostró.
J.A.
Atraído más por la comodidad horaria que por un interés específico, me acomodo en la butaca del Retiro para tratar de deleitarme con "Legend of the Demon Cat (Kuukai, 2017)", una co-producción chino-japonesa de corte histórica y generoso metraje, la cual incorpora elementos fantásticos y que, salvando las obvias distancias estético-culturales, se decía era deudora del estilo Sherlock Holmes.
Pues bien, lo cierto es que una vez dejas de asombrarte por la sugerente aunque inocua y muy estudiada belleza de sus encuadres, todos impecables hasta el delirio, sus milimétricas vestimentas de época o su clásico dinamismo teatral (los actores se mueven rígidos, casi como si estuviesen en un tablero), y pensamos en despojar la película de sus aparentemente fabulosos aspectos formales, descubrimos que nos queda un relato algo raquítico, seguro basado en alguna leyenda milenaria intocable por esos lares, pero carente de mayor entidad más allá de jugar a enseñar valores de parvulario.
Impacta comprobar como, en una impecable paleta de colorido visual tan de quirófano, incomprensiblemente añaden un gato negro digital, el demoníaco del título, que más bien nos recuerda al de la serie Sabrina, aquél minino deslenguado de nombre Salem. Ese hecho, por tonto que parezca, nos saca de la película a cada momento, pues la trama gira entorno al pequeño felino, que a causa de unos sucesos muy, pero que muy extraños, acaba siendo poseído por el único testigo de un misterioso asesinato.
A lo largo de sus más de dos horas de relato, por momentos muy cuesta arriba, descabalgué de la película varias veces, pues aunque sí contenga minutos de interés debido a que abre una investigación por un homicidio, los Holmes y Watson asiáticos de postín (aquí un monje japonés y una suerte de poeta pelmazo), nunca llegan a conectar con el espectador, que jamás es cómplice de la trama.
Es más, vivimos la pseudo-aventura desde la lejanía, sin apenas aclararnos con lo que allí acontece, solo boquiabiertos por su espectacular belleza formal, pues el tejido conceptual es tal, que ocasiona un verdadero caos narrativo, desembocando en un popurrí de datos cruzados solo al alcance de las mentes más despiertas. No parece ser mi caso. Y menos en la sobremesa.
Así pues, estamos ante un proyecto con un envoltorio precioso que, a pesar de la densidad intelectual de la que alardea, se siente más como un quiero y no puedo, un producto que peca de ambicioso y se trastabilla en el intento. Más aburrida que conseguida y mucho más vacía de lo que parece, pese a tener un concept art realmente soberbio.
J.A.
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